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Que los compañeros de trabajo no te preguntaran cuándo habías empezado a fumar fue un gesto noble. Tendrías que haber explicado que hace una semana te separaste de tu mujer, en una charla serena y prevista, y que ya en la calle, frente al primer kiosko, buscaste con la mano que no sostenía el bolso un billete en el bolsillo y pediste el primer atado de cigarrillos de tu vida: un Marlboro box. Después descubrirías que los chicles de menta le otorgaban al tabaco un mentolado perfecto. Perfecto porque no te daba sed, te permitía fumar más o al menos todos los que no habías fumado en treinta y seis años y de paso cañazo adelgazabas. Pero eso sería después.
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Camino al consultorio, los que en la calle te cruzaron deben haber pensado que te ibas o llegabas de algún viaje. Por la época del año, verano, se supone a la costa Atlántica, a la nuestra. Mar del Plata, ponele. Una ciudad que te parecía otra ciudad, que no había llegado a ser, una promesa incumplida. Pero eso fue también lo que sentías de tu matrimonio cuando pasaron unas vacaciones en el departamento de tu suegra en la ciudad Feliz. Entonces lo que sentiste por ella, es quizás lo que pensaste de Mar del Plata, o ¿al revés?.
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En la puerta del edificio del consultorio, a veinte cuadras de donde hacía unos minutos habías dejado de vivir y en el bolsillo del pantalón, de la campera, del bolso no estaba la llave. Primera torpeza, demasiado pronto. Acá están, dijo tu ex mujer por teléfono. Del pantalón que habías dejado arriba del lavarropas para lavar, a un remis, a tu mano pasarían otros minutos. Pero su contenido no sería la espera, sino una acción mítica: encender tu primer cigarrillo. Por supuesto que olvidaste comprar algo imprescindible para el afianzamiento del vicio, el encendedor. Recién el tercer peatón te convidó fuego. Aguardaste que se alejara unos metros, para darle en la rudimentaria intimidad que se puede tener en la calle, la primera y profunda bocanada de humo.
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