Dos y dos son tres
para Diego
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Antes de ir a trabajar, Susanne le prometió que por la noche saldrían a pasear. De la jornada laboral, dos desgracias. Un lunar de café en la camisa celeste, comprada la semana anterior, invencible a cualquier producto de limpieza. La otra, una desgracia a posteriori, el cansancio insoportable en la vista por pasar tantas horas frente a la pantalla de la computadora, le aseguraban un turno ineludible la semana siguiente con el oculista.
Abrir la puerta y recibir esa inagotable fuente de cariño que era su lengua, fue enseguida olvidar aquello. Se amaron unos minutos con la puerta abierta. Susanne se quitó los zapatos con taco y entre risas le ordenó que se preparara para salir. Profitó las medias de nylon y el parquet, para patinar a lo largo del pasillo. Él la acompañó a su cuarto, durante toda la tarde él no había hecho otra cosa que preparase para la salida.
Encontró su cuarto tan limpio y ordenado como la habitación de un hospital. Jueves. La señora que su madre le enviaba dos veces por semana, había ido durante el día, para que Susanne tuviera la casa presentable cuando ella deseaba ir a visitarla. Quitó del placard el conjunto deportivo, jogging y camperita con capucha. Antes de arrojarlo sobre la cama, no pudo evitar acercarlo hasta su nariz y comprobar si como prometía la tapa del nuevo líquido para lavarropas: dejaba un suave perfume a coco en todas las prendas. Respiró profundo y casi se intoxica, demasiado fuerte y artificial.
Impaciente, él ya había ido y vuelto de la cocina dos veces. La miraba desvestirse y buscar sin fortuna el par de zapatillas en el fondo del placard. Agachada y de espaldas, Susanne ofrecía un apoyabici perfecto. Con el corpiño desabrochado, su pecho izquierdo había logrado evadir la resistencia que le ofrecían los elásticos y asomar, curioso, por un costado. El cabello pelirrojo y con rulos desde la raíz se extendía hasta la mitad de su espalda. Dio con el par de zapatillas, resolvió no cambiarse la ropa interior y enseguida estaba cambiada y lista para darse una última mirada aprobatoria en el espejo del baño. Justo antes de apagar la luz de la habitación, su mirada dio con el lunar marrón en la camisa celeste. Por el calor insoportable y la demora, él había resuelto aguardarla junto a la puerta de calle, allí corría una débil corriente de aire.
Ya en la vereda, el calor era tan agobiante que nada justificaba la campera con capucha que Susanne llevaba puesta, salvo las rayas blancas al costado del pantalón que continuaban en la parte inferior de la campera y la hacían "conjunto". Caminaban a un paso aún más acelerado que los pocos autos que transitaban la calle a esa hora de la noche. Taxis vacíos, la mayoría. Los postes de luz inundaban el asfalto de un color anaranjado de cama solar. Susanne vio sus zapatillas blancas teñidas de ese color cuando la correa se tensó tanto que debió soltarla. En el perímetro de la baldosa, yacía el cuerpo de Negro. A pocos pisos de altura, por su pelo tan oscuro hubiera parecido una mancha de aceite que se prolongaba en la correa extendida en el suelo. Se abalanzó sobre el cuerpo tendido y lo rodeó con el brazo para acercarlo a su cara. Aún respiraba.
A veinte metros, un joven vestido de traje sujetaba una perra Boxer que se desvivía por alcanzar aquel bulto. Antes de llegar allí, una serie ininterrumpida de malas palabras lo tenían como destinatario. Se lo acusaba de criminal y estúpido por no apurarse y prestar ayuda. La propietaria de aquel extenso repertorio de malas palabras era una joven pelirroja. Sofi, la perra Boxer, acercó su hocico al cuerpo de Negro y se acostó a su lado. De malas palabras a ruegos con llanto; luego, de agradecimientos a promesas inverosímiles. El joven vestido de traje llamaba a través de su celular a un amigo veterinario que vivía cerca. Dijo que era un labrador negro, respondió que aún respiraba y le dio la dirección. Mientras aguardaban al Mesías, tuvieron tiempo de intercambiar sus nombres, Ezequiel y Susanne, y el de ellos, Sofi y Negro.
Cuando llegó el amigo veterinario, en una furgoneta blanca con una sirena encendida en el techo, Negro ya había muerto. Ezequiel abrazaba a Susanne, y Sofi aprovechaba la confusión para investigar la vereda. De la bolsa amarilla que apoyó junto al labrador, el amigo veterinario quitó unos guantes de dentista y le revisó la boca entreabierta. Mientras le introducía un tubo violeta, le preguntó a Susanne edad y antecedentes de "Negro", así lo llamó. Tres y ninguno, empezó la respuesta de Susanne que luego contó que lo había traído del campo de sus padres, que lo sacaba a ésta hora porque ella volvía de trabajar tarde, que era muy independiente -él, el perro- y depositó un nuevo llanto en el hombro de Ezequiel cuando sintió que Sofi lamía su mano.
Negro había muerto de un paro cardíaco. Ni el calor, ni la comida, ni la ciudad, como pensaba Susanne; la desgracia dijo el amigo veterinario mientras subía el cuerpo a la furgoneta con ayuda de Ezequiel. Lo llevaría al local, y al día siguiente, Susanne debía resolver dónde enterrarlo. Vio el vehículo perderse al doblar en la esquina: ella viviría la muerte de Negro. Ezequiel le había colocado la correa a la Boxer y se disponía a irse como si nada hubiera sucedido, cuando Susanne lo invitó sin posibilidad de excusarse, es decir, lo obligó a él y a Sofi a que cenaran en su casa.
Un año después, antes de ir a trabajar Susanne le prometió a Ezequiel que por la noche saldrían a cenar. De la jornada laboral, dos novedades. Susanne había sido ascendida y debía viajar a China a comprar la ropa de la siguiente temporada. Abrir la puerta fue recibir saltos acrobáticos de Sofi y un beso en la boca de Ezequiel, que escondía algo detrás de su espalda. No tuvo tiempo de iniciar una explicación que ella lo arrinconaba contra la pared del pasillo y le rogaba que le entregara el regalo que le había comprado. Ezequiel, bajó la mirada y le mostró, con vergüenza y timidez, la camisa celeste con la que Sofi había afilado sus colmillos. Cuando alzó la vista, Susanne ya se había quitado los zapatos, reía y con las medias de nylon patinó sobre el parquet hasta el final del pasillo.
Abrir la puerta y recibir esa inagotable fuente de cariño que era su lengua, fue enseguida olvidar aquello. Se amaron unos minutos con la puerta abierta. Susanne se quitó los zapatos con taco y entre risas le ordenó que se preparara para salir. Profitó las medias de nylon y el parquet, para patinar a lo largo del pasillo. Él la acompañó a su cuarto, durante toda la tarde él no había hecho otra cosa que preparase para la salida.
Encontró su cuarto tan limpio y ordenado como la habitación de un hospital. Jueves. La señora que su madre le enviaba dos veces por semana, había ido durante el día, para que Susanne tuviera la casa presentable cuando ella deseaba ir a visitarla. Quitó del placard el conjunto deportivo, jogging y camperita con capucha. Antes de arrojarlo sobre la cama, no pudo evitar acercarlo hasta su nariz y comprobar si como prometía la tapa del nuevo líquido para lavarropas: dejaba un suave perfume a coco en todas las prendas. Respiró profundo y casi se intoxica, demasiado fuerte y artificial.
Impaciente, él ya había ido y vuelto de la cocina dos veces. La miraba desvestirse y buscar sin fortuna el par de zapatillas en el fondo del placard. Agachada y de espaldas, Susanne ofrecía un apoyabici perfecto. Con el corpiño desabrochado, su pecho izquierdo había logrado evadir la resistencia que le ofrecían los elásticos y asomar, curioso, por un costado. El cabello pelirrojo y con rulos desde la raíz se extendía hasta la mitad de su espalda. Dio con el par de zapatillas, resolvió no cambiarse la ropa interior y enseguida estaba cambiada y lista para darse una última mirada aprobatoria en el espejo del baño. Justo antes de apagar la luz de la habitación, su mirada dio con el lunar marrón en la camisa celeste. Por el calor insoportable y la demora, él había resuelto aguardarla junto a la puerta de calle, allí corría una débil corriente de aire.
Ya en la vereda, el calor era tan agobiante que nada justificaba la campera con capucha que Susanne llevaba puesta, salvo las rayas blancas al costado del pantalón que continuaban en la parte inferior de la campera y la hacían "conjunto". Caminaban a un paso aún más acelerado que los pocos autos que transitaban la calle a esa hora de la noche. Taxis vacíos, la mayoría. Los postes de luz inundaban el asfalto de un color anaranjado de cama solar. Susanne vio sus zapatillas blancas teñidas de ese color cuando la correa se tensó tanto que debió soltarla. En el perímetro de la baldosa, yacía el cuerpo de Negro. A pocos pisos de altura, por su pelo tan oscuro hubiera parecido una mancha de aceite que se prolongaba en la correa extendida en el suelo. Se abalanzó sobre el cuerpo tendido y lo rodeó con el brazo para acercarlo a su cara. Aún respiraba.
A veinte metros, un joven vestido de traje sujetaba una perra Boxer que se desvivía por alcanzar aquel bulto. Antes de llegar allí, una serie ininterrumpida de malas palabras lo tenían como destinatario. Se lo acusaba de criminal y estúpido por no apurarse y prestar ayuda. La propietaria de aquel extenso repertorio de malas palabras era una joven pelirroja. Sofi, la perra Boxer, acercó su hocico al cuerpo de Negro y se acostó a su lado. De malas palabras a ruegos con llanto; luego, de agradecimientos a promesas inverosímiles. El joven vestido de traje llamaba a través de su celular a un amigo veterinario que vivía cerca. Dijo que era un labrador negro, respondió que aún respiraba y le dio la dirección. Mientras aguardaban al Mesías, tuvieron tiempo de intercambiar sus nombres, Ezequiel y Susanne, y el de ellos, Sofi y Negro.
Cuando llegó el amigo veterinario, en una furgoneta blanca con una sirena encendida en el techo, Negro ya había muerto. Ezequiel abrazaba a Susanne, y Sofi aprovechaba la confusión para investigar la vereda. De la bolsa amarilla que apoyó junto al labrador, el amigo veterinario quitó unos guantes de dentista y le revisó la boca entreabierta. Mientras le introducía un tubo violeta, le preguntó a Susanne edad y antecedentes de "Negro", así lo llamó. Tres y ninguno, empezó la respuesta de Susanne que luego contó que lo había traído del campo de sus padres, que lo sacaba a ésta hora porque ella volvía de trabajar tarde, que era muy independiente -él, el perro- y depositó un nuevo llanto en el hombro de Ezequiel cuando sintió que Sofi lamía su mano.
Negro había muerto de un paro cardíaco. Ni el calor, ni la comida, ni la ciudad, como pensaba Susanne; la desgracia dijo el amigo veterinario mientras subía el cuerpo a la furgoneta con ayuda de Ezequiel. Lo llevaría al local, y al día siguiente, Susanne debía resolver dónde enterrarlo. Vio el vehículo perderse al doblar en la esquina: ella viviría la muerte de Negro. Ezequiel le había colocado la correa a la Boxer y se disponía a irse como si nada hubiera sucedido, cuando Susanne lo invitó sin posibilidad de excusarse, es decir, lo obligó a él y a Sofi a que cenaran en su casa.
Un año después, antes de ir a trabajar Susanne le prometió a Ezequiel que por la noche saldrían a cenar. De la jornada laboral, dos novedades. Susanne había sido ascendida y debía viajar a China a comprar la ropa de la siguiente temporada. Abrir la puerta fue recibir saltos acrobáticos de Sofi y un beso en la boca de Ezequiel, que escondía algo detrás de su espalda. No tuvo tiempo de iniciar una explicación que ella lo arrinconaba contra la pared del pasillo y le rogaba que le entregara el regalo que le había comprado. Ezequiel, bajó la mirada y le mostró, con vergüenza y timidez, la camisa celeste con la que Sofi había afilado sus colmillos. Cuando alzó la vista, Susanne ya se había quitado los zapatos, reía y con las medias de nylon patinó sobre el parquet hasta el final del pasillo.
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