panicattak
(Mientras Pau cuelga de las piernas de Gastón, en el baño del bar Impronta, suena en su cartera el celular. Es Éricca, su mejor amiga, que asustada la llama para contarle lo que le acaba de pasar. Por supuesto que Pau, hamacándose en los cuádriceps de su novio, es incapaz de atender.)
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Baño, corredor, pieza. En el respaldo de la silla del escritorio cuelga una camisa a cuadros. Éricca desabrocha sus botones y se la pone a modo de capa sobre la espalda. Así, de repente, esa distancia que la separa del mundo, que produce mundo … se disuelve. Una aplastante fuerza que estandariza las diferencias que gobiernan ese reino de particularidades sobre su escritorio: la birome azul, apuntes, pila de fotocopias y el sacapuntas blanco con la cara de Mickey Mouse. De eso se trata, de la disolución de esa distancia que, así como empieza, con ella termina. El derrumbe anula, vuelve nula, cualquier acción corporal o del pensamiento que pretendiese alcanzar de un manotazo la cadena de acontecimientos que la precedía: ir a buscar un vaso de agua a la cocina. La camisa a cuadros junto a sus pies, Éricca suspendida.
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Diez minutos, media hora, medio día. ¿Un lapsus?. Las nueve y cinco, marcan los números fosforescentes del reloj despertador que está sobre la mesa de luz. Esa arbitraria disposición de los objetos: contra la ventana un escritorio con cajones que cuelgan a sus costados, en el centro una alfombra con motivos incaicos, en la pared de enfrente un póster de Madonna pegado con cinta scotch, debajo una cama de media plaza con sábanas que caen como estalagtitas al piso, a un costado la biblioteca y al otro las puertas abiertas del placard ofreciéndole un cálido abrazo. Esa azarosa relación de distancias, colores y texturas le resulta ahora familiar, poseedora de una lógica que es capaz de inteligir. Su habitación.
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