24.10.07

la muerte del rock

Lo que marca Cromañón es el fin de ciertas prácticas que había producido el under de los ochenta. Lugares inflamables, había chispa, cosas para quemar de una buena vez, roces, contagio, virus, exceso. Había algo que lo mantenía abajo, un borzego que pisaba firme.
Pero hoy el lugar del rock está en otra parte. El supermercado de los festivales. Las góndolas exhiben las bandas de la fecha. Ingenuos, los bepis del barrio van a ver a su equipo jugar en primera. Mientras, prolongado requiem, el rock no vive sino porque aún resulta negocio para Quilmes, Brahama, Pepsi.
A Cromañón se le pegó un calificativo: “tragedia”. Lo que narra la tragedia son las piruetas y final muerte de su héroe: el rock. Escribo sobre el cuerpo del delito.

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¿Quién escucha a Spinetta? Casi nadie. Jóvenes que añoran los setentas, que revuelven con rabia vinilos en las galerías de Santa Fé (que duplican en precio las mismas ediciones que sacó Pop Art), que persisten en la incomodidad de los pantalones Oxford y en la picazón de la barbeta chehuevariana. O bien, cincuentones que la masacre de la dictadura no alcanzó a borrar. Por eso, el título que lleva su anteúltimo disco resulta elocuente en esta cuestión de precisar un público spinettiano: “Para los árboles”.

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El Babasónicos de los 90 decía cuando vestía Cemento de palmeras, los disfraces berretas que intentaban manchar los impecables armani menemistas, la convertibilidad oficial argentina a la religión neoliberal. Desde esta punta del escenario “los veo a todos en una comedia parecen cowboys sin acción”. Pero ¿qué posta cantar después de la devaluación?. Lo suyo fue Anoche. Su discurso menguó cuando se apagaron las últimas luces de la fiesta a la que no habían sido invitados, eso está claro. Porque ¿a quién contestarle? ¿dónde estás interlocutor?, ahora que sí están en la fiesta, ahora que el mercado los mima se sienten putitas. Desorientados, nostálgicos: “quiero ser el murmullo de alguna ciudad que no sepa quien soy”. La estrella sólo brilla de noche y de día se esconde tras la capucha de un buzo Levis.
Sin embargo, en arranques de infantil rebeldía contra el mercado, como en la letra del tema “Soy Rock” lanzan: “no voy a ser prisionera de tu organismo feudal”. O cuando intentan decir cómo se habla: “será tu condición racial o tu lugar de privilegio” terminan pidiendo una explicación. Quizás la respuesta la hayan encontrado en el carisma: “Tengo que aprender a fingir mas, y a pilotear lo que pienso”.

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Disco tributo a Calamaro. Era hora de rendirle un homenaje, devolverle los aportes a la fórmula de la canción calamaresca, que proliferó en Cotis Sorokins, etc. El tributo entierra, la muerte más oficial.
La Vuelta martinfierrista de Calamaro a la vida, disipada la prolongada humareda de porro viene a decir su verdá. Un hallazgo: en su viaje a las tolderías encontró el folklore y el tango. Y una guitarra flamenca que acompaña una voz incapaz de templar un tango.

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El destino fue otro para bandas como Los Auténticos Decadentes o La Mosca. Hoy su público no supera los doscientos invitados que convocan las fiestas de quince de chicos bilingües en los hoteles más top. Animando fiestas ... donde sobrevive lo que queda de ella.

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Charly García es un souvenir, un dinosaurio, una pieza de museotel del cowboy Alan Faena. Pide a gritos su defunción: “Saquen y eliminen a esa tonta de mi rock and roll Yo” o “Me convertí en un souvenir. Asesíname, asesíname.” Lo problemático es que nadie logra darle la última estocada. ¿Qué pasa? ¿No pasa nada? ¿Dónde está pasando, en las fiestas electrónicas? ¿Quién tiene la voz de mi generación?

Los últimos saludos, una mano que se blande casi sin fuerzas, agoniza, la despedida del rock. Impaciente en el cajón, aguarda su entierro. Hora de homenajes, tributos, préstamos, deudas.