16.8.07

cuero

No compré la campera de cuero sin antes contar con una salida ingeniosa que justificara llevarla puesta: el mes que viene me compro la moto. Nuestro encuentro en un local de la Bond Street fue casual. Iba en busca de la remera que me aportaría miradas femeninas en la próxima fiesta, cuando unas botas texanas detrás de la ventana me obligaron a entrar y preguntar su precio. Al parecer, el lugar prescindía de vendedor. ¿Sería aquel cuarentón parado en la puerta del local de enfrente? ¿Habría leído en mi rostro la pregunta curiosa y consumidora mezquina del precio de esas botas?.
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Mientras aguardaba ser atendido revisé y desacomodé con gusto los artículos de cuero que vestían el local. El romance fue inmediato. Era la primera campera de cuero negra después de una interminable fila de marrones. Además de los cierres al costado en ambas mangas, contaba con un cierre metálico que atravesaba oblicuamente el pecho como la cicatriz de una botella de vidrio a la salida del boliche. Ésas son de mina, oigo decir a una voz masculina y devenida ronca por un atado de cigarrillos diario. Me doy vuelta; y ahí parado exactamente en la misma posición que allá enfrente, el cuarentón, como si se hubiera desplazado con un imán sin levantar un pie del piso. Debía haberlo supuesto: debajo de las camperas los cinco pares de zapatos contaban con tacos casi alpinistas. Sin embargo, ese día, mi respuesta no me arrojaría al ridículo como la última vez que un vendedor me atrapó con un sweater escote en V que empezaba casi en los hombros y le confesé "debería ser mujer". Verguenza me dí. No ésta vez. Mi mejor cara de indiferencia le propinó la respuesta justa.
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¿Cuál es el precio de la belleza?, le pregunté mientras removía con cuidado la campera de la percha sin que se trabara en las puntas. Como esperaba: un disparate. Cuatrocientos pesos, dijo el cuarentón con jean y camisa a cuadros, sin dejar asomar una pizca de carga emotiva en su voz, como si exhibir algún sentimiento lo volviera víctima de una violación. Que no intentara justificar, o al menos colaborar a que olvide el precio con un listado breve y razonable de características de la campera o propiedades casi mágicas del cuero, mientras yo, alumno, escuchara atento y en silencio sus sabias palabras dejando al descubierto mi absoluta ignorancia en curtiembre; que terminada la frase, el cuarentón, se dirigiera hacia la puerta como si ya hubiera terminado conmigo, casi duplicó el precio ya inalcanzable de la campera. Así, mi ingenuo gesto consumidor al ingresar al local había sido tan radicalmente exacerbado por aquella situación, que el acto de comprarla se volvío un duelo que no pude sino aceptar.
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El exagerado precio y mi irregular sueldo de publicista freelance demoraron dos semanas nuestro concubinato. Dos semanas que me tuvieron corriendo detrás de morosos, lo peor de todo, amigos la mayoría de ellos. Por su parte, ella aguardaba impaciente en el perchero mientras manos que no eran las mías la quitaban de su refugio para duplicarla en el espejo.
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(sigue, glotón...)