26.8.07

nuestro

Un corte de pelo -corto y descuidado- y un tapado gris con botones gigantes, la introdujeron en el centro de la moda y en la mano de un nuevo novio. La simultaneidad de los acontecimientos, moda y noviazgo, no fue sino efecto de mi ignorancia, o mejor, de la nuestra: terminada la relación casi no nos volvimos a ver.
En el patio de Filosofía y Letras, sentados en los bancos de hormigón, ella intentaba sin éxito interrumpir el llanto y encender un cigarrillo que sus lágrimas habían mojado, yo fracasaba una y otra vez en dar la explicación perfecta que justificara la decisión de distanciarnos, y los demás, ocasionales estudiantes, propinaban desde miradas esquivas hasta miradas de una curiosidad insaciable.
Días después, me aguardaba con los brazos cruzados -qué signo infantil- a la salida de una clase. Como siempre, estaba vestida de negro: pantalón negro, camisa negra, blusa negra; ya había resignado quitarle esa costumbre. El contraste de colores -su piel era exageradamente blanca- le otorgaba una presencia fantasmática. Aunque, con facilidad, se la podía hallar en los labios pintados de un rojo almodóvar. ¿Qué hacía ahí, ella, su rostro enojado y brazos cruzados?
Un reclamo y una amenaza. Al primero, respondí con silencio. Había resignado la ilusión de hallar el argumento perfecto que explicara con objetividad pseudocientífica porqué no podíamos seguir juntos. Algún motivo biológico hubiera sido ideal, no habría a quién echarle la culpa. Contaba también con explicaciones de orden más bien sociológico, una lectura marxista de nuestras vidas antes de conocernos (especial énfasis en el colegio secundario). Iba a utilizar el término "clase". ¡Qué terrible! Pero todas ellas, demasiado académicas, pecaban por ser incapaces de conservar cierta espontaneidad y simpleza que exigía su pregunta. No tenía una razón. Entendía tan poco porqué ella había dejado de moverme, como porqué había empezado hacerlo cuando la conocí. Mi silencio evitó, por lo pronto, terminar en una encarnizada disputa teórica e ideológica sobre ¡nuestro mayor o menor carácter burgués!.
A la amenaza no pude sino responder con una fuerte preocupación y una serie de estúpidos consejos. No lo puedo creer, tenés que comer bien, no comas tanto chocolate porque te quita el hambre, no seas tonta, lo peor que podés hacer conmigo es usarme para lastimarte, la abracé. Ningún beso, pero su tímida sonrisa indicaba que ya había conseguido lo que había venido a buscar. Ese fue nuestro último encuentro.
El siguiente sería un otoño después. En la esquina de la facultad, él, joven profesor de Letras, ella, que con nuevo corte de pelo y tapado gris había dejado de ser su alumna, y yo desde la vereda de enfrente los veía caminar tomados de la mano y riéndose.