PERLA (capítulo I)
Con veinte años y una belleza por los demás indiscutida, Perla se sentía fea. Una decena de novios lograron hacerla cambiar de opinión. Hoy, con cincuenta y dos años y el cuerpo mapeado de arrugas, Perla se siente linda. Ni el “pero qué te pusiste” de sus hijos cuando usa jeans elastizados, ni el “no son para tu edad” de su esposo Víctor, ni la torta de cumpleaños superpoblada de velitas, logran hacerla cambiar de opinión. Aquí y ahora, su inclusión a “lo bello” podría ser también, si no lo es, un efecto de serie. Una serie que comienza arbitrariamente con el sol que se anticipa detrás de las montañas cubiertas de nieve, el aire frío y seco de Bariloche, los barrocos motivos de seda del camisón beige de Victoria Secret que tiene puesto, el desayuno y diario pedidos a la habitación, el turno de masaje hindú para las cinco: Perla es linda.
Si Víctor le hubiera dejado traer a la Nena, su gata siamesa, podría disfrutar con plenitud esa soledad que el cómplice día de esquí le ofrece al arrastrar a su esposo y su hijo a la montaña. Para Perla, la soledad es un mundo con reglas y escenarios propios, que anteceden y por lo tanto priman por sobre esa otra legalidad posterior: el casamiento. La Nena, regalo de cumpleaños de los tíos Beto y Ana, integra ese mundo más originario, y su ausencia hace de la actual soledad algo imperfecto. En el vulnerable hueco que separa los dedos de sus pies descalzos, apoyados en el piso de madera del balcón, sentiría ahora no el cosquilleo de la brisa helada sino el tibio cuerpecito de la Nena. Pero que no haya venido, o que en palabras de Víctor “no haya arañado el tapizado del auto nuevo”, no implica –y esto sí sería inaceptable- que la Nena no esté. Ella se encargará de traerla durante toda la ski-week de la tercer semana de Julio, bajo la forma “¿y si no le dan la comida que nosotros le dejamos?” “¿trajiste el número de la veterinaria Victor?” “no me deja nada tranquila el tono de voz de la chica que me atendió”.
Perla accede al llamado que le tiende la familiaridad de la habitación. Las sábanas desparramadas en el piso, la puerta del baño abierta, el asfixiante perfume Dior de Víctor, su valija del tamaño de un mueble en un rincón “con todo lo que no vas a usar”. Suena el timbre y Perla arroja sobre la cama la pila de ropa que está encima de la mesa, mide de un vistazo en el espejo del baño si está “presentable” y se dirige hacia la puerta.
Si Víctor le hubiera dejado traer a la Nena, su gata siamesa, podría disfrutar con plenitud esa soledad que el cómplice día de esquí le ofrece al arrastrar a su esposo y su hijo a la montaña. Para Perla, la soledad es un mundo con reglas y escenarios propios, que anteceden y por lo tanto priman por sobre esa otra legalidad posterior: el casamiento. La Nena, regalo de cumpleaños de los tíos Beto y Ana, integra ese mundo más originario, y su ausencia hace de la actual soledad algo imperfecto. En el vulnerable hueco que separa los dedos de sus pies descalzos, apoyados en el piso de madera del balcón, sentiría ahora no el cosquilleo de la brisa helada sino el tibio cuerpecito de la Nena. Pero que no haya venido, o que en palabras de Víctor “no haya arañado el tapizado del auto nuevo”, no implica –y esto sí sería inaceptable- que la Nena no esté. Ella se encargará de traerla durante toda la ski-week de la tercer semana de Julio, bajo la forma “¿y si no le dan la comida que nosotros le dejamos?” “¿trajiste el número de la veterinaria Victor?” “no me deja nada tranquila el tono de voz de la chica que me atendió”.
Perla accede al llamado que le tiende la familiaridad de la habitación. Las sábanas desparramadas en el piso, la puerta del baño abierta, el asfixiante perfume Dior de Víctor, su valija del tamaño de un mueble en un rincón “con todo lo que no vas a usar”. Suena el timbre y Perla arroja sobre la cama la pila de ropa que está encima de la mesa, mide de un vistazo en el espejo del baño si está “presentable” y se dirige hacia la puerta.
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